Te habrá pasado.
Has quedado en un sitio para tomar algo con tus amigos del que te han dado alguna referencia de su ubicación.
No sabes exactamente dónde estás pero intuyes, por lo que conoces la zona, dónde puede estar.
Pasas por una calle y miras de reojo para que nadie piense que vas despistado.
“No, esta no era”.
Sigues y te das cuenta de que había que haber entrado por la calle anterior. Coges el móvil, haces como si cogieras una llamada y vuelves hacia atrás.
“Tío, me estás mareando, ¿dónde estáis?” Mientras hablas a la nada.
Entras en la calle, llegas a la otra esquina y ahora debes decidir, izquierda o derecha.
Sacas Maps y, medio tapando la pantalla, buscas la dirección.
“Vale, a la derecha”.
Según vas andando, revisas el móvil con una mirada furtiva para que esos miles de ojos imaginarios que crees que te miran no piensen “mira, necesita la ayuda de un mapa, no sabe andar en su propia ciudad”.
Llegas al bar, allí están todos tus amigos esperando.
-¡Hombre! Ya era hora, siempre el mismo - te gritan.
-¿Te ha costado llegar?
-Qué va, ya había estado aquí hace poco.
A los hombres no nos gusta pedir ayuda.
Está en nuestro carácter, incluso más profundo, en nuestro ADN.
Pedir ayuda significa que estamos desvalidos, que es mostrarte débil, lo que nos lleva a ser prescindibles para la “manada” y otro macho alfa ocupará tu lugar.
Miles de siglos de evolución y centenares de años de una educación en la que el hombre debía ser duro, impasible y sin dudas hicieron el resto.
Y el hombre lo sabe.
Cuando se siente inútil y piensa que se ha convertido en un estorbo para su entorno y solo puede ser una rémora (aunque nadie se lo diga, es algo que se rumia sólo) se va solito al cementerio de elefantes a morir solo.
Están los que se separan de su mujer (o son apartados por sus familias) y viven el resto de sus días de una manera asceta o ermitaña.
Y están los que, por desgracia, se quitan de en medio. A la hora de tomar este tipo de decisiones los hombres somos impasibles, mucho más que las mujeres que, por su propia energía femenina, son más tendentes a pedir ayuda.
Y no es que nos cueste abrir nuestros corazones para contar que tenemos miedo al futuro incierto, es que nos cuesta pedir ayuda incluso al médico o, por supuesto, en terapia.
Las normas de la masculinidad funcionan a través de expectativas sociales y del autoconcepto— la opinión que una persona tiene sobre sí misma, que lleva asociada un juicio de valor. Y estas normas dictan que los hombres siempre tienen que ser fuertes, racionales, dominantes, autónomos, independientes, activos, competitivos, poderosos, invulnerables, positivos. Estos estándares masculinos no son realistas (…), por lo que los hombres tienden a lidiar con los conflictos emocionales externalizándolos con hiperactividad en el trabajo, haciendo deporte, viendo la televisión o usando internet, consumiendo alcohol de forma adictiva, o conduciendo de manera peligrosa para disminuir su ansiedad y para mantener la fachada masculina. La búsqueda de ayuda se ve como un indicador de la falta de masculinidad, así que muchos hombres se convencen de que tienen que resolver sus problemas por sí mismos y no hablan de lo que sienten
Anne Maria Möller-Leimkühler - Psiquiatra.
Y el entorno masculino no ayuda a que la cosa cambie.
El mundo masculino es una puta selva en la que no existe la debilidad y en el juego del estatus, cuando detectan a un integrante débil, se tiran al cuello sin compasión y es este el que debe lamerse las heridas sólo.
O rendirse.
Y este es un comportamiento que también se hereda.
Esa imagen del padre impasible, duro y con una autoridad que asustaba (y que nunca parecía equivocarse), se ha ido pasando de padres a hijos durante siglos.
Y de esas lluvias estos lodos.
Y llegan esos comportamientos en la adolescencia en los que haces el gilipollas y te metes en problemas y decides que no debes pedir ayuda porque “eres mayorcito” y un “machote” como tu padre.
Y ocurren las adicciones, las malas decisiones o el bullying con fatídicos finales.
Tenemos en la mano, como padres “puente” entre dos generaciones, parar esa tendencia, o ralentizarla, y hacerles ver a nuestros hijos que no hay nada malo en pedir ayuda, que nadie lo sabe todo, que Papá no es un oráculo que sabe llegar a todos lados sin preguntar y que ser hombre es mucho más que ser un ente que no necesita de nadie.
PD La de dar vueltas en la rotonda hasta que doy con la salida también me la sé.
Me mola mucho el enfoque de tus posts últimamente, primo.
Muy guapo este también ;)